lunes, 6 de julio de 2009

Por los caminos de "La Grande Boucle"





El sábado 4 de julio quedará en mi recuerdo como uno de los días más duros, deportivamente hablando, y emocionantes de mi vida.
Tal y como había previsto, la ruta pirenaica por los puertos del Peyresourde, Aspin y Tourmalet, fueron un cúmulo de dificultades que me enfrentaron al límite de mis propias posibilidades ciclistas.
La jornada arrancó en Bagneres de Luchon, villa termal, desde la que inmediatamente se ataca el primero de los puertos, el Peyresourde, de casi 15 kilómetros. Apenas habíamos empezado a pedalear, cuando un chaparrón nos obliga a guarecernos en una vieja gasolinera que está a la salida del pueblo.
Tras unos minutos observando el cielo, pareció abrir y nos pusimos en ruta. Buenas sensaciones en las piernas, pese a lo complicado que me resulta coger ritmo subiendo sin haber rodado previamente. Poco a poco me voy encontrando mejor. A lo lejos se escuchan fuertes truenos y al cabo de un rato empiezan a caer gotas, que después se convierten en muchas gotas y finalmente en un gran chaparrón. Me voy mojando, pero como no hace frío, me siento cómodo, aunque chorreo agua por los cuatro costados. La carretera parece un río, pero aún así, sigo adelante. Poco a poco cesa la lluvia, se deja entrever el sol y ya casi estoy en la cima. Primer objetivo logrado.
Parada para ingerir líquidos y alimentos, gracias al avituallamiento que lleva preparado Adriana, la mujer de Rafa, que nos hace la asistencia en carretera.
Tras unos minutos, nos abrigamos, y descendemos el puerto camino al próximo objetivo, el Col d'Aspin, de unos 12 kilómetros, que se me van haciendo cada vez más duros.
Finalmente consigo, bastante cansado, coronar Aspin. Allí, todo huele a ciclismo. Coches de apoyo a los distintos grupitos y personas que a lo largo del día van subiendo y bajando, al igual que ocurre con el resto de los puertos pirenaicos que todos asociamos al Tour de France, a la gran boucle.
En Aspin bebo y como para reponer energías y recargar el depósito de cara a lo más dificil de la jornada: la subida al Tourmalet.
Descendemos hasta la base del Tourmalet. Allí parada obligatoria para rellenar los bidones con el agua de una fuente de la que es tradicional servirse antes de iniciar el ascenso. Allí, un cartel que te informa de la longitud total de la subida, 16,7 kilómetros, con una pendiente media del 4,5 %. No parece muy duro, pero si tenemos en cuenta que los tres o cuatro primeros kilómetros oscilan entre un 2 y un 3%, nos vamos dando cuenta que la parte final de la subida se mantiene durante varios kilómetros en una media del 9,5%.
La subida se convierte en una auténtica tortura. Me siento bien de piernas y de fuerzas, pero de tanto en tanto me agarroto y me veo obligado a poner el pie en tierra, para estirar un poco. Aún así, no desisto y sigo, poco a poco, subiendo. Llego a la estación de esquí de La Mongie, donde están las rampas más duras. Para postre, me equivoco y cojo un desvío incorrecto, entre ovejas y vacas pirenaicas. Me armo de paciencia y busco el retorno a la carretera adecuada. Apenas quedan unos 4 kilómetros, pero eso es una eternidad subiendo a una velocidad que oscila entre los 6 y los 8 kilómetros por hora. Saco fuerzas de donde ya creo que no hay pero, al final, ¡sí!, ahí está la cima del Tourmalet. Veo a Adriana con la cámara presta a retratar mi llegada y a Rafa, animándome en los escasos metros que me faltan. ¡Ya está! Ahora llegan las fotos, el retrato con el fondo del gigante de la ruta, la visita al bar del Tourmalet en el que reposan algunas de las pioneras bicicletas con las que se subía en los primeros años, 1908 y siguientes. Después de descansar un poco, comer y beber, tomar un té caliente, descendemos por una ruta preciosa y divertida hasta Luz de Saint-Sauver.
¡Objetivo conseguido!. Cada uno tiene sus límites deportivos y yo he conseguido superar el mío. Estoy dolorido y cansado, pero satisfecho. Y como uno debe analizar siempre las cosas, el principal problema que he tenido ha sido que no conseguí quitarme en ningún momento de la cabeza el reto al que me enfrentaba. Lo mismo que otras veces ir en bicicleta me servía para pensar en otras cosas, en esta ocasión era tanta la ilusión que en ningún momento dejé de pensar en lo que estaba haciendo, en lo que me quedaba, en la dureza de las pendientes, etc. Y eso, probablemente, me dificultó más el pedaleo que la propia complicación de la carretera.

viernes, 3 de julio de 2009

Tren Estrella: retorno al pasado

En tiempos de AVE y demás moderneces ferroviarias, viajar en un Tren Estrella es como hacer un retroceso en el tiempo.
Finalmente esta ha sido la mejor opción, por no decir casi la única (automóvil al margen), para ir a Barcelona con la bicicleta, desde donde Rafa Vallbona me recogería camino de Bagneres de Luchon.
La cosa empezó anoche en la estación de Chamartín. Hacia las 21.45 horas, con el tren ya estacionado en la vía, primer atasco para acceder al vagón. La gente atorada por los estrechos pasillos, mientras intenta colocar su equipaje en los exiguos compartimentos. Si además llevas una bicicleta en su funda y una bolsa llena de todo el material necesario para ir en ella, pues no te cuento.
Cuando ya consigo entrar en el compartimento compruebo que la litera que me toca es la de arriba del todo. Subo a dejar la bolsa y noto un tremendo calor, al que lógicamente no se puede poner coto porque los botones del hipotético aire acondicionado van a su libre albedrío.
Siguiente problema, la bicicleta tiene que caber tumbada debajo de las literas inferiores. ¡No cabe!. Solución, sacar las dos ruedas y mirar de colocarlas de alguna forma en una especie de altillo que hay encima de la puerta. Lo consigo con la ayuda de un amable viajero, con el que esta noche compartiré sudores y traqueteos. Lo que no estoy muy seguro es que ambas ruedas no acaben aterrizando con alevosía y nocturnidad encima de mi amplia y despejada frente.
Al poco de arrancar el tren, decido que mejor armarse de paciencia y pasar la noche estirado intentando descansar. Hay que reconocer que la ropa de cama está limpia, lo que no deja de agradecerse. Al tumbarse, ¡aaaarrrggggghhhhhh!, compruebo que el lecho está ardiendo. Aferrado a mi estoicismo, argumento que probablemente no me había enterado de que el billete incluía un servicio gratuito de sauna.
A partir de ahí la noche pasa sin mayores problemas que los ya descritos. Incluso duermo algunos períodos, gracias a que los compañeros de viaje son gente apacible que no molesta. Alguno, litera intermedia, hasta es capaz de pasar la noche durmiendo, arropado con la sabanita y con una escueta mantita que hay en cada litera: ¡impresionante!, que diría ese genio de las letras que es David Bisbal.
Lo mejor, la puntualidad final del tren, y que a las 8.30 horas ya estaba en Premià de Mar, en casa de mi madre, en una mañana calurosa, aunque con una agradable brisa.
En fin, mejor no pensar en el viaje de regreso la noche del domingo. Espero estar tan cansado de la etapa pirenaica, que pueda abstraerme y descansar.
Una última reflexión: hay que invertir en ferrocarril convencional, no sólo en AVES, y este país no está pensado para moverse de una punta a otra en transporte público con una bicicleta a cuestas.