Corría el verano de 1990, habían pasado pocos meses desde la caída del Muro de Berlín, y Sofia, la capital de Bulgaria, se convirtió en el punto de partida de un inolvidable viaje que durante 15 días nos llevó a cruzar Europa, atravesando buena parte de los países del Este.
Aquella era una Sofia recién impactada por el shock que supuso el fin de la hegemonía soviética, inmersa en una crisis social y de identidad que se palpaba a cada paso.
Hoy, 17 años después, motivos laborales me vuelven a traer a esta ciudad, capital de un país que acaba de incorporarse en enero como miembro de pleno derecho de la Unión Europea. Y aunque todavía no he podido entrar en contacto con ella, los indicios de que las cosas han cambiado, ¡y mucho!, son más que evidentes.
Si en 1990 el mayor ejemplo de contradicción era el hotel Sheraton con los Porsche estacionados a su puerta, hoy lo puede representar un país con un salario medio de 100 €, en el que el precio de la vivienda en la capital se ha cuadriplicado en apenas dos años, y en el que británicos, estadounidenses y españoles estamos empeñados en reeditar modelos desarrollistas basados en el ladrillo, que han dejado nuestras costas hechas una auténtica piltrafa.
Un claro ejemplo de esto es que en la revista de la Bulgaria Airlines, la compañía de bandera en la que hemos volado esta mañana desde Madrid, la inmensa mayoría de los anuncios y buena parte de los reportajes giraban alrededor de proyectos inmobiliarios, campos de golf, spas, resorts, etc., tanto en las magníficas playas del Mar Negro búlgaro, tomando la ciudad de Varna como epicentro; como en los dominios esquiables de las montañas que rodean la capital.
Una importante concesión a la cultura es la cada vez más importante reivindicación del legado tracio, como elemento identitario del país a partir de los espectaculares descubrimientos arqueológicos que se vienen realizando desde el año 2002.
Por lo demás, después de un vuelo sin problemas, pero en el que por algunos momentos el avión parecía el camarote de los Hermanos Marx, hemos podido apreciar la espectacular cultura quesera de Bulgaria, así como el avance de su industria enológica, con producciones más que aceptables, a partir de cepas como la Cabernet-Sauvignon y la Merlot, entre otras.
Y un dato para un país tan refractario a la variedad idiomática como España, es el castellano absolutamente perfecto y con una riqueza de vocabulario que para sí quisieran muchísimos de los españoles, con el que nos han obsequiado las consultoras que nos van a acompañar durante los distintos encuentros profesionales que vamos a mantener en Sofia.
Ahora sólo falta disponer de un mínimo tiempo de asueto para redescubrir espacios como el de la Catedral Alexander Nevski, punto cero desde el que se miden todas las distancias kilométricas en Bulgaria.
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